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¿Estamos a las puertas de una hiperinflación o ya nos encontramos inmersos en ella? – Dr. Marcelo J. López Mesa

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(La altísima inflación, y la obsesión por el dólar y una posible solución realista a esos problemas)

El Dr. Marcelo J. López Mesa es Profesor Titular de Derecho de las Obligaciones Civiles y Comerciales en la Universidad de Belgrano (UB). Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales (UNLP). Académico de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. Treinta y siete libros publicados al presente, cinco de ellos fuera del país (dos en Europa) y el resto por las mejores editoriales argentinas. Más de 190 artículos de investigación publicados en prestigiosas revistas jurídicas de Europa (Dalloz, Reus, etc.), América Latina y Argentina. Doscientas veinte conferencias dictadas en el país y en el extranjero.
Ha ejercido importantes cargos, como el de Asesor General de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, el de Juez de Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Trelew y el de funcionario de alto rango del Ministerio de Hacienda de la Provincia del Neuquén.

I Proemio

En Abril de este año publiqué un artículo sobre este mismo tema[1], donde anticipé lo que sucedería, aunque no pensé que fuera tan violento el proceso, ni tan rápido.

Por ello, me pareció interesante actualizar la información, que allí brindaba, para luego extraer algunas observaciones.

Dada la aceleración del fenómeno inflacionario que se ha producido desde Abril a la fecha, en que por varios meses consecutivos hemos padecido una inflación mensual de dos dígitos (12,7% en septiembre de 2023), cabe preguntarse a esta altura ¿La Argentina está a las puertas de una hiperinflación?

La respuesta que daremos es que no estamos a las puertas de una hiperinflación, sino que ya estamos inmersos en ella.

Es una hiperinflación en cuotas, pero una hiperinflación al fin. Quienes no han aplicado ideas económicas a la práctica y solo declaman teorizaciones, suelen tener una visión deformada de la realidad macroeconómica, que les lleva a sostener que para que exista una hiperinflación debe llegarse a guarismos tales como los padecidos en nuestro país en el año 1989, en que tuvimos una inflación anualizada del 5000%.

Este criterio tan extremo se funda en una suerte de sacralización de la hiperinflación alemana de la postguerra de la primera guerra mundial, donde se llegó a extremos inconcebibles en materia de envilecimiento del valor de la moneda, que ni siquiera se repitieron luego en Argentina en las cíclicas crisis económicas que hemos sufrido. Si un país que ha tenido durante períodos de más de quince años (de 1974 a 1991 y de 2007 a 2023) inflaciones crecientes, que han llegado a tasas mensuales de dos dígitos varios meses seguidos, ostentando un récord mundial en materia inflacionaria, no ha repetido los guarismos de la híper alemana, ello quiere decir que éstos fueron episódicos y no pueden tomarse como base de cálculo de futuros estallidos inflacionarios.

Sostener que solo una inflación tan desmesurada como la alemana de la década de 1920 configura una híper, es un abuso de la estadística, e implica permanecer atados a pautas y parámetros solamente ocurridos hace 100 años en Alemania y no repetidos nunca luego.

Pero, en la práctica de la economía cotidiana, que experimentan y sufren los ciudadanos argentinos, ya estamos en medio de una hiperinflación. ¿Por qué? Sencillamente porque la inflación actual cancela la factibilidad de celebrar contratos a plazo, de planificar más allá de 15 días, de invertir en proyectos de envergadura, etc., ello, dado que lo que ocurrió el mes pasado o la semana anterior no es sinónimo de lo que sucederá mañana o el mes que viene.

La inflación de septiembre, ya demasiado alta –recuérdese que con una inflación de 15% voló por los aires el plan de estabilización monetaria del ministro Juan V. Sourrouille, en tiempos del gobierno del Presidente Alfonsín-, no es indicativa de lo que ocurrirá en Octubre, que según el brusco salto que en una sola semana dio la moneda estadounidense, constituye un dato viejo, que anticipa mayor subas, con su traslado posterior a precios y su efecto perturbador de la economía, el mercado y los contratos y ventas.

Ya hay comerciantes que prefieren no vender, antes que perder dinero vendiendo; la escasez se comprueba en algunas góndolas y cuando arrecia la suba del dólar muchos negocios cierran sus puertas para no vender a pérdida sus mercaderías. La carencia de un precio cierto afecta decisivamente al comercio, traba la rueda de la economía minorista, perjudica al consumidor y nos introduce en una híper que, básicamente, consiste en la imprevisibilidad del precio de un producto a treinta o sesenta días vista.

Lo que caracteriza a una hiperinflación, vista con realismo, es la carencia de anclajes en el valor de la moneda y la evolución errática e imprevisible del valor de mercado de bienes y servicios, así como al alcance de la desvalorización de la moneda.

Bajo ese prisma de análisis, ya estamos en una hiper y todavía falta transitar el período más difícil y complejo, el que va de la semana previa a las elecciones nacionales del 22 de Octubre, hasta la asunción del próximo presidente de la República, el próximo 10 de Diciembre. Pueden –y van- a ocurrir muchas cosas en ese lapso; mejor estar preparados para ello, en vez de mirar para otro lado.

II. Los argentinos, la economía y el dinero

Desde los comienzos de nuestra organización nacional, en 1853, nuestro país adhirió firmemente a un modelo agroexportador; ello implicó una duplicidad que por momentos fue virtuosa e hizo crecer velozmente al país: bajos costos internos de producción y alta rentabilidad de los commodities o productos exportables, en el mercado extranjero.

Aunque, cuando el manejo de la economía no era prolijo, aparecía el problema de que el valor de la moneda dura a la que se vendían los commodities argentinos, afectaba la estabilidad financiera nacional y encarecía la vida de los argentinos, en especial de los trabajadores menos capacitados, que eran vistos como fungibles y, como tales, sometidos a una muy mala paga: la ley de bronce de los salarios, en estado puro.

El Financial Times de Londres escribió, en pleno auge agroexportador, que nuestras clases dirigentes se habían beneficiado de una ecuación – muy conveniente, pero inestable- de buenos mercados en Europa y mala moneda en el país. En un esquema así, el factor de ajuste, claramente eran los sueldos y empleos de los asalariados y los ingresos de los pequeños productores.

Un esquema tal puede admitirse un tiempo, al amparo de un proyecto político concreto y bien ejecutado, que comparta un segmento importante del país que vea los beneficios de postergar el consumo un tiempo e invertir la renta para conformar una estructura productiva sólida. No muy distinto es como acumularon capital y ventajas productivas países como Inglaterra y EEUU en las dos revoluciones industriales.

Pero, a la larga, tal modelo, colapsa, ante la impaciencia de quienes se sienten convidados de piedra, sensación muchas veces acicateada por dirigentes populistas que desean subvertir el orden establecido, para medrar con esa impaciencia y frustrar un proyecto de largo plazo; mismo que instrumentaron países como Canadá, Australia, Nueva Zelanda, los EEUU y nuestro país durante ochenta años, los que van de 1862 a 1945. Con altibajos, ese modelo agroexportador, que sufrió sus crisis  más serias en 1890 y 1929[2], generó una impresionante acumulación de capital, aunque no una industria paralela, que aprovechase los saldos y ganancias de la producción agraria, para agregarle valor.

En vez de instalar fábricas o invertir en capital de trabajo, muchos beneficiarios de la renta agraria, dilapidaron fortunas en la construcción de palacios, en viajes y estadías en Europa y en la compra de bienes suntuarios, además del despilfarro de la Belle époque.

Por muchos años el PBI argentino era el mayor de Latinoamérica y superaba al PBI acumulado de todos los restantes países de América Latina, incluidos Brasil y México. Y entre 1898 y 1904, segundo gobierno del Presidente Julio Argentino Roca, la Argentina llegó a ser la octava economía en importancia del mundo. El festejo del Centenario, en 1910 y  hasta fines de 1928, mostró la mejor cara de nuestro país y alguien – agudamente- definió a la por entonces majestuosa Buenos Aires, como “la capital de un imperio que nunca jamás existió”.

Claro que, para la sostenibilidad de un proyecto así, debía existir un equilibrio entre presente y futuro. No todo puede ser consumo presente, porque en ese esquema no hay futuro, ya que se consume la renta a un nivel incompatible con la inversión necesaria para crear nuevas fuentes de ingreso de divisas, nuevas empresas que puedan exportar bienes, que se paguen en oro o moneda dura. Como ocurre, desafortunadamente hace veinte años, que vivimos en un escenario de consumo y asistencialismo desbordado, no solo sin generar rentas en divisas, sino endeudándonos para empobrecernos.

Pero, tampoco pueden ser todos anhelos de un futuro inasible, en un presente tremendamente injusto y desigual, que exponga a grandes grupos humanos a una privación de bienes esenciales, al estilo de algunos países africanos, donde conseguir agua limpia y algún alimento para pasar el día implica realizar toda una proeza.

Los países que han logrado sostener su crecimiento durante mucho tiempo lo han hecho por uno de dos caminos posibles: o una dictadura económica, que imponga a los súbditos –ya que solo nominalmente son ciudadanos- un sacrificio incuestionable por estos, como en Rusia durante el régimen stalinista o  China  desde Mao hasta no hace  mucho; o compatibilizando las exigencias del presente con las del futuro, de modo de crear un futuro mejor, sin clausurar el presente, colocando  una válvula de seguridad a las expectativas de la población, para que no pase lo que sucedió en Chile antes de la pandemia, cuando salieron a la calle centenares de miles de personas a reclamar por sus derechos, a pesar de ser la economía latinoamericana que más había crecido, desde la década de 1980 en adelante. Lo propio ocurrió en otros países como Ecuador y Perú.

Los tres países hoy navegan a la deriva en su política, lo que ha afectado a sus economías antes pujantes. Es que pensar en una economía no vinculada con los avatares políticos o –peor aún- no afectada por escándalos políticos, como presidentes destituidos o condenados a prisión por corruptos, es un síntoma de inocencia o ignorancia supina. La actual coyuntura argentina, luego del célebre “Yate-gate”, parece demostrar que nuestro país está pronto a ingresar en esa tendencia de punición de la corrupción y el despilfarro de dineros públicos. ¡Al fin!!

En cuanto a nuestro país, la crisis económica y política venia ya desde 1929, pero se agudizó a partir de 1946. Sus causas son mixtas: por un lado, Argentina carga con una suerte de sanción implícita, velada, desde 1946 hasta ahora, que es haber equivocado la dirigencia surgida del golpe de estado de 1943 el bando elegido en la Segunda Guerra Mundial. Elegir  a los perdedores y luego ser hospitalario con criminales de guerra fugados, no es inteligente y tampoco es gratis[3].

Pero, además, las torpezas cometidas por nuestros primeros magistrados y sus funcionarios desde entonces en adelante y cada vez peor, han agravado los efectos de esa desconfianza externa; los sucesivos gobiernos –de todos los colores, ideologías y procedencias- han cometido todo género de tropelías y chapucerías, confiscaciones, inconstitucionalidades, conductas económicas indefendibles y la imprevisibilidad de la actuación de nuestros gobiernos, sumado a un sesgo crecientemente populista y autoritario de ellos, que ha terminado por hundir nuestra economía hasta infiernos impensables hace solo algunos lustros.

Al punto que nuestra integración del G 20 es hoy meramente testimonial, porque está claro a la luz de los números y las realidades y más allá de las declamaciones, que hace largas décadas que nuestro país no es una de las veinte naciones más poderosas de la Tierra. Tampoco ayuda mucho sostener en foros internacionales posturas auspiciadas por dictaduras atroces del presente, donde los derechos humanos son solo una ilusión o un relato. Y alinearse con Irán, Venezuela y Nicaragua, no ha ayudado mucho; más ahora, luego del salvaje ataque realizado en territorio israelí por Hamás.

El caso es que entre otras causas –o consecuencias, según se mire– de nuestra crisis, debe computarse como una de las principales que somos un país sin moneda.

Fuimos un país con una moneda de valor sostenido con muletas durante los años de vigencia de la convertibilidad (Abril de 1991 a Enero  de 2002) y antes y después –desde 1974 a 1990 y de 2007 al presente especialmente- fuimos un país sin moneda.

Con varios episodios hiperinflacionarios graves, como el inolvidable

“Rodrigazo” de 1975, las dos hiperinflaciones de 1989 y 1990, desde 1968

–año del Cordobazo-, la sensación de descomposición social ronda nuestra realidad cotidiana, con episodios graves que potencian esa percepción, como la masacre de Ezeiza, los saqueos de 1989 y 2002, la situación de la toma del poder fáctico por los narcos en Rosario, los incendios provocados en la Cordillera y otras provincias, la violencia que se palpa cada vez más cerca. Somos hoy un país de creciente facticidad, simétrica pero inversa, a la institucionalidad declinante.

Más allá de todo lo descripto, somos hoy un país sin moneda. Al 100

% de inflación del año 2022 (94% según el INDEC), debe sumarse la inflación en curso que a comienzos de 2023 fue del 6% o 7% mensual, pero que ya trepado al 12,7% en Setiembre y subiendo, lo que anticipa una inflación mayor para el año en curso.

Es cierto que, felizmente estamos lejos del 5000% anual de inflación de 1989, pero aun así, en una economía como la nuestra de estos días, el crédito es una ilusión y la planificación, una quimera.

El problema es que el valor de la moneda nacional juega un rol fundamental, en todo país que se precie de tener un presente y un futuro. Si fue extrema la medida de declarar la moneda convertible con el dólar estadounidense, es peor aún no tener una moneda, como ocurre con un país que padece una inflación real de más del 100% anual.

Solo en el gobierno que actualmente impera desde 2019 –por momentos con severos rasgos autoritarios durante 2020 y luego evidenciando una falta de poder difícil de describir- la inflación ha superado el 300% (324% ente Diciembre de 2019 y Abril de 2023, en rigor).

Frente a este panorama cabe recordar que el maestro Alfredo Colmo escribió hace siete décadas dos párrafos proféticos sobre la función del dinero; en ellos se anticipan claramente las futuras desgracias que nos tocaría sufrir a los argentinos.

Dice allí Colmo: “El dinero es, desde luego, un denominador común de todos los valores y, por consiguiente, una medida de los mismos: una cosa se paga en dinero, un servicio se retribuye en dinero, una indemnización se avalúa en dinero, etc. Además, el dinero entraña ese mismo valor que mide, como ocurre con la moneda, llamada metálica por antonomasia, que en oro o en plata contiene tal valor. Ambas funciones obedecen a un acuerdo más o menos tácito, en cuya virtud todos reconocen esos títulos al dinero, por donde cualquiera que lo tenga sabe que podrá colocarlo debidamente, pues nadie habrá de negarse a recibirlo, cabalmente porque todos esperan hacer lo mismo”.

“Esa communis opinio, esa creencia general, tiene además el auspicio de la autoridad pública, que no sólo concurre a imponerlas, sino que también llega a garantir las funciones del dinero. De ahí que, en general, el dinero tenga eficiencia plena en el respectivo país. Cuando el dinero que representa la riqueza del país traduce una fuerte potencialidad económica, entonces puede trascender al exterior y alcanzar a imponerse. Es lo que comúnmente ha pasado con el dinero británico. Al contrario, cuando la riqueza general (bienes disponibles, circulación de los mismos, conducta de los gobernantes, confianza imperante, etc.) presenta algún desmedro, entonces se tiene el espectáculo de que ni en el propio país se reconozca, sino en dosis limitadas, aquellas virtudes económicas y jurídicas en el correspondiente dinero”[4].

Nuestra economía ha oscilado entre dos sistemas extremos: 1) el de la rigidez macroeconómica (el patrón oro, desde las últimas décadas del siglo XIX hasta fines de la tercera década del siglo XX – y la convertibilidad, desde Abril de 1991 hasta Enero de 2002); y 2) el de la economía libre de anclajes, que siempre ha terminado en devaluaciones abruptas del valor de la moneda, en perjuicio de los que menos tienen.

Los ciclos de uno y otro sistema se han alternado, terminando todos de manera abrupta, al atarse los sucesivos gobiernos a recetas que dieron inicialmente algún éxito, pero luego no fueron actualizadas o flexibilizadas; incluso cuando cambiaron drásticamente las circunstancias económicas locales o internacionales.

Ahora, si bien se mira el proceso económico argentino, desde los gobiernos más exitosos (como “las presidencias fundadoras”, de Mitre, Sarmiento y Avellaneda y, muy especialmente, los gobiernos de Julio Argentino Roca y Marcelo Torcuato de Alvear), hasta gobiernos francamente cuestionables en cuanto a sus desatinos financieros y el desastre económico que dejaron tras sí, (como los de Juárez Celman, Cámpora, Isabel Perón, Alfonsín, Fernando de la Rúa y Alberto Fernández), incluidos entre ambas puntas a gobiernos mediocres, discretos, olvidables o no significativos, todos tuvieron algo en común: el dirigismo económico, el intervencionismo activo en el valor de la moneda, el abuso del curso forzoso monetario, la carencia de una estrategia de largo plazo en materia económica y la falta de previsión para flexibilizar las medidas o cambiarlas, cuando mutaban las reglas de juego internacionales o se producía algún hecho que alterara el funcionamiento habitual hasta allí, como una guerra, una pandemia, un boicot, etc.

Todos los gobiernos argentinos, sin excepción, quisieron controlar el valor de la moneda; algunos en forma más violenta que otros, pero ninguno apostó por los efectos de la libertad de decisión de los particulares y el libre mercado. En Argentina, aún quienes han declamado esos valores, no los han puesto en práctica luego. La clausura de casas de cambio y “cuevas” cuando el valor del dólar sube mucho, es una medida que muchos gobiernos han tomado.

El intervencionismo estatal o el dirigismo, para ser eficaz, requiere de una inteligencia superior y de robustez política e iniciativa detrás, la que puede pertenecer a un presidente o a un superministro –Fernando H. Cardozo en Brasil o Angela Merkel en Alemania, por caso- o a un sistema plural solvente y bien establecido, como la Reserva Federal de EEUU.

Desafortunadamente no hemos contado en largas décadas con alguna de esas inteligencias[5], con lo que hemos sufrido lo peor del dirigismo, sin disfrutar de sus ventajas.

Y llegamos a un punto en que el dirigismo estatal de la economía exhibe todas sus flaquezas y está llegando a su fin. No sólo la globalización de los mercados lo ha desmoronado; además, las cripto-monedas y otros artilugios como MercadoPago y sistemas similares que han cautivado a los jóvenes, las redes sociales y la información en tiempo real, así como la alta desconfianza en la dirigencia que se palpa en la mayoría de la población, hacen hoy muy difícil el férreo control económico y las viejas certezas, como el refugio en la seguridad del valor del oro, han cedido espacio a serias dudas sobre si a futuro este metal mantendrá su valor o se depreciará.

A ello se suma la tangible disminución de la capacidad de gestión y la cortedad de miras de la dirigencia política y empresarial argentina, de todos los partidos y factores de poder, que se ha visto largamente superada por los acontecimientos de la realidad, al menos desde 1997 a la fecha, sobremanera luego de 2001, crisis que nunca superamos del todo y a cuyas resultas se aprecia hoy un país incomparable con el que acunó nuestra infancia, que aún con sus problemas, visto a la distancia era un país maravilloso.

Esta suma de fenómenos, sumados a la voluntad de las personas de tener mayor protagonismo decisional sobre su futuro económico, han dado vuelo a esquemas como las criptomonedas, que solo tienen tras sí la esperanza de no interferencia del Estado y poco más. Estos artilugios han hecho perder fortunas a quienes no son verdaderos conocedores de sus mecanismos y evolución en el mercado, evaporándose billones de dólares de valor, asociados a ellos en los últimos meses y años. No es oro todo lo que reluce.

Y se han creado a partir de ellos esquemas piramidales evidentes, especulando con la avaricia de muchos ahorristas, que no se detienen a pensar que rentas excesivamente buenas, suelen ser el principio de pérdidas cuantiosas y pesadillas persistentes. De tal modo, tampoco las cripto-monedas son una panacea para el inversor aficionado. He conocido varios supuestos expertos en esos artilugios que ha perdido hasta la camisa, invirtiendo en ellas.

¿Y entonces? ¿Hay a la vista alguna salida a este verdadero atolladero o no?

Claro que la hay. Trataremos de explicarla en el último acápite de este estudio; pero seguidamente debemos describir el entorno de circunstancias actuales, para poder luego fundar nuestra propuesta.

III. La alta inflación

Al menos desde mediados de la década de 1970 –posiblemente, desde antes- se constata en nuestro país una obsesión ciudadana por conseguir dólares, para pasar los ahorros de la moneda nacional a un activo que no se desvalorice.

Por eso decimos desde mediados de la década del 70, dado que el primer episodio inflacionario serio –desde 1948 la inflación se hizo sentir entre nosotros- ocurrió en el año 1975, y fue conocido y recordado como “el Rodrigazo”[6]7, un salto devaluatorio salvaje, que hizo trizas el ahorro de millones de personas, haciéndoles perder al menos la mitad del valor de sus pesos.

Quienes habían vendido propiedades y estaban sin percibir el total del precio pactado o quienes tenían ahorros en moneda nacional vieron esfumarse buena parte del valor de su dinero, de los ahorros producto de años de esfuerzos, de un día para el otro, en virtud de la vigencia irrestricta del principio nominalista de la moneda, que el art. 619 del Código de Vélez establecía.

El “Rodrigazo” fue el primero de muchos episodios en que el Poder Ejecutivo en funciones realizaba una suerte de expropiación del ahorro y del valor de los bienes de los argentinos, con el objetivo de purgar con estos cruentos procedimientos, los desaguisados de la clase política y de su ineficiente –y en ocasiones corrupto- manejo de la economía y de las finanzas.

A ese episodio lo siguieron otros muchos, como el “empréstito 9 de Julio”, de Alvaro Alsogaray, el “ahorro forzoso” de Raúl Alfonsín o el “plan  Bonex” de Carlos Menem, que directamente implicaron auténticas confiscaciones de activos, cuyo valor nunca volvió a sus propietarios. En el mejor de los casos recibieron un pequeño segmento del valor original de los montos incautados.

Desde el “Rodrigazo” hasta 1991 y desde 2007 hasta nuestros días, el país convivió con una alta inflación, es decir, con la licuación del valor de la moneda nacional, que cada vez permite comprar menos bienes, conforme avanza el tiempo. Y hubo episodios hiperinflacionarios, en que una inflación desbocada amenazaba dejar al país sin moneda, como ocurrió en 1989 –en que hubo una inflación anual que rondó el 5000%, es decir que el valor de una cosa a comienzos del año, a fines de él, había aumentado cincuenta veces- y en 1990 y como está por ocurrir ahora, de continuar así las cosas.

En aquellos tiempos fijados definitivamente en nuestro recuerdo y no por gratos, precisamente, los comercios daban los precios por horas o se le remarcaba a la gente los bienes que tenían en las manos, en la fila de la caja donde aguardaban para pagarlos.

Ello obligó a tomar medidas económicas drásticas, que el entonces presidente, Carlos Menem, calificó sin eufemismos como “cirugía mayor sin anestesia”.

En ese entorno se dictó la Ley de Convertibilidad del Austral, Ley Nro. 23928, por medio de la cual –y de una modificación suya posterior- un dólar tenía el valor de un peso. En su virtud, desde el 1 de Abril de 1991 hasta el colapso del peso convertible en el verano de 2002, la inflación bajó sustancialmente, aunque nunca desapareció del todo, por efecto de la Ley de Convertibilidad.

La convertibilidad fue más un artilugio, una ilusión, una estratagema de momento, con objetivos electorales, que una solución perdurable y, mucho menos, definitiva del problema económico de los argentinos. Las soluciones definitivas suelen ser cruentas y tardan décadas en consolidarse y los políticos que han gobernado aquí en los últimos sesenta o setenta años, excepción hecha del Dr. Frondizi, no vieron más allá de su momento de apogeo y algunos ni siquiera eso, no vieron más allá de su nariz –o de su propio beneficio-.

La inflación nunca desapareció del todo, porque las pocas veces que se tomaron medidas contra este flagelo, se lo hizo sobre sus consecuencias y no sobre las causas de ella. Para combatirla, se abrió la importación indiscriminadamente, lo que arruinó a una industria nacional, que era ineficiente y cara, pero que debió ser resguardada en alguna medida, y no lo fue en absoluto. Ello dejó una multitud de desempleados, lo que volvió crecientemente impopular a la convertibilidad y forzó la salida de ella.

Lo que nunca se entendió bien es que un país que ata su moneda a un patrón férreo –el oro o el dólar- no puede tener déficit y debe mostrar una conducta monetaria de extraordinaria cordura y perdurabilidad en el tiempo.

Es que un país con una moneda convertible no puede emitir moneda sin límite; y para no emitir moneda sin respaldo en oro o divisas, se requiere una economía sana, competitiva, un sector industrial y productivo eficiente y una población trabajadora que acompañe el esfuerzo, en el entendimiento de que el mañana será mejor y que sus hijos vivirán una mejor vida, al tener mayores posibilidades.

Un peso convertible –o una economía dolarizada, como propone ahora uno de los candidatos con chances de ganar- requiere un país competitivo internacionalmente, que pueda exportar bienes y servicios y que reciba divisas a cambio de ellos. Un país con superávit comercial, en vez de un país que se endeude crecientemente. La inflación no desapareció nunca del todo durante la convertibilidad, sencillamente, porque sin decirlo y tratando de que no se note, el Banco Central siguió emitiendo moneda, pese a la promesa de no hacerlo. La oferta de pesos sin respaldo verdadero, durante un tiempo pudo camuflarse, pero llegó un día en que el naufragio estaba a la vista y la población avisada buscó refugio en el dólar nuevamente, generando una corrida hacia él y una salida de efectivo de los bancos, lo que precipitó el final.

La pérdida de la esperanza en un futuro venturoso, por parte de amplios sectores populares, hizo colapsar el sistema menemista, el que fue reemplazado por su antónimo, un populismo rampante, que terminó desde 2002 a la fecha por hacer colapsar la economía argentina.

Como muchas otras veces, se pasó de un extremo al otro del péndulo, sin escalas, sufriendo la población todo lo malo de los dos extremos, disfrutando solo de manera efímera de algunas bondades de ellos, que prontamente se evaporaron, dada la falta de visión y pericia de nuestros gobernantes sucesivos. De todos ellos, sin exclusiones.

Ya para fines de 2000 era evidente que la convertibilidad hacía agua por todos lados, como lo dijimos en nuestro “Curso de Derecho de las Obligaciones, 1ª edición, en ese año, donde enfáticamente sostuvimos que la República Argentina tenía en ese momento únicamente dos salidas: o achicaba drásticamente el gasto público, eliminando de raíz el déficit de las cuentas oficiales, o devaluaba su moneda, en breve y a niveles incluso peores que en el Rodrigazo. Desafortunadamente no nos equivocamos: no se tomaron medidas oportunas y no solo el valor de la moneda, sino el país entero, colapsó.

La idea de la convertibilidad tiene casi dos siglos y no es una panacea ni una solución incruenta de los problemas de un país. La convertibilidad implica un corsé asfixiante para la economía que la adopta, pues como no se puede emitir moneda sin respaldo en oro o divisas, esa economía posee una baja monetización, vedando al país tomar medidas para fomentar la competitividad de los productos argentinos en el exterior.

La Convertibilidad es un sistema admisible para la economía de un pueblo de ascetas, de personas disciplinadas o que han sufrido grandes traumas, como una guerra, y están dispuestos a hacer sacrificios extremos. Para un pueblo latino, hedonista, con un bajo patriotismo, como mal que nos pese es el nuestro, es inconveniente un sistema así y, si se lo impone, no habrá de durar mucho. Como efectivamente ocurrió.

Una gran desventaja de este sistema es la falta de flexibilidad para manejar el tipo de cambio hacia abajo o hacia arriba, de acuerdo a las conveniencias del país, para frenar oleadas de importaciones subsidiadas o facilitar la exportación de productos nacionales a mercados extranjeros.

Otra desventaja de la convertibilidad es que, al no poder emitir moneda sin respaldo, requiere de una economía pública sana, pues no existe otro modo de solventar el déficit público que lograr financiamiento a través de crédito externo, lo que a mediano plazo implica involucrarse en graves problemas, de cada vez más difícil solución. La prueba está en que, en sólo cuarenta años de democracia, la deuda externa se ha multiplicado por diez.

Este sistema de convertibilidad exige adoptar un esquema rígido de reservas en relación al circulante, lo que exige un equilibrio o ajuste de las cuentas fiscales, presupuesto indispensable para el mantenimiento de la convertibilidad a lo largo del tiempo. Es que la convertibilidad no se sostiene por mucho tiempo con un déficit estructural de las cuentas fiscales, porque se requiere sortear el escollo a través de endeudamiento o impresión monetaria encubierta; y ambas opciones son malas y tienen un horizonte acotado.

La convertibilidad exige una moneda sana, cuentas públicas equilibradas, disciplina económica y fiscal. Nada de eso existió en nuestro país durante la vigencia de ese sistema, por lo que la salida de la convertibilidad en Argentina fue abrupta y asimétrica: no se sinceró el valor de la moneda a tiempo y la confianza pública explotó por los aires, arrastrando a la confiabilidad del gobierno delarruista, luego de que éste pusiera límites a la extracción de dinero de los bancos, curiosamente para evitar su caída.

La salida abrupta de la convertibilidad ocurrió porque la dirigencia del país se negó a asumir la verdad de sus cuentas públicas –sea reduciendo el gasto o devaluando la moneda ordenadamente– y debió pagarse entonces el altísimo precio de una devaluación hecha del peor modo, con caos en las calles, con corrida bancaria y financiera, con multitudes arrojadas a la indigencia, etc.

Algo similar le ocurrió a España, a Portugal y a Grecia en el pasado mediato, en Europa. Sus sociedades se habían acostumbrado a vivir por encima de sus posibilidades de producción, sosteniéndose en el crédito y el endeudamiento, una vida artificial, dispendiosa. Ese tipo de procederes no duran para siempre y un día viene el sinceramiento; cuanto más tarde sucede, sus efectos son más duros e inesquivables.

Suele ser constante de nuestro bendito país el dejar crecer los problemas hasta que se vuelven inmanejables con criterios normales y prácticas corrientes. La actual inflación anualizada de tres dígitos es una muestra de que hemos dado un giro de 360 grados. Hemos vuelto al punto de partida. Otra vez.

Comenzamos con el nominalismo, sufrimos los efectos de severas devaluaciones, implantamos la convertibilidad, salimos desordenadamente de ella, dejando un tendal de perjudicados, volvimos a la emisión descontrolada –incluso durante 2002 de “cuasi monedas”, como los célebres “Patacones” o las Lecor- y volvió una inflación del 100% anual y, otra vez, la sociedad argentina se muestra harta de la inflación, que ha vuelto a ser “el gran problema”.

Y, entonces, aparecen propuestas supuestamente maravillosas como la dolarización, que la gente de menores ingresos y los jóvenes apoyan al parecer, sin advertir que serán ellos los que sufrirán sus efectos en mayor medida, si es que se comete el desatino de adoptarla. Porque es necesario decirlo, si la Convertibilidad implica un corsé monetario asfixiante, la dolarización implica la pérdida absoluta de la autonomía monetaria del país. La dirigencia del país asume que no tiene la inteligencia o la honradez para lidiar con las complejidades que lleva aparejada la emisión monetaria y ata su suerte a la moneda de otro país, que adopta como propia.

Ahora bien, aunque pareciera obvio, es necesario aclarar que los dólares –ni el oro- van a llover sobre un país con un historial de incumplimiento de sus obligaciones internacionales y locales. Así que no es esperable que lleguen mágicamente a nuestro país los dólares necesarios para canjear la base monetaria existente –que se ha ampliado por vía de emisión espuria hasta más allá del infinito-. Al menos no, a un valor aceptable para la población de ingresos medios y bajos.

Ello quiere decir, que los dólares que se consiga traer –seguramente pocos- van a ser la divisa de cambio de esa enorme bola de nieve de pesos que se imprimió durante la pandemia y después de ella y que flota en el mercado, sin que nadie quiera guardarla para sí, lo que marca una aplicación moderna de la llamada “Ley de Greesham”: cuando en un país  circulan dos monedas, una buena y otra mala, termina circulando  la mala casi en exclusividad, porque quien se hace de la moneda buena, no suele desprenderse de ella, salvo algún cataclismo mayor que ocurra.

A la luz de todo lo dicho, podría pensarse en un movimiento circular de nuestra economía durante los últimos cincuenta años. No sería descabellado; pero el problema es aún peor: no se trata de un círculo, sino de una elipse, el camino que hemos recorrido desde 1948 en adelante. Una elipse, porque siempre volvemos al mismo punto, pero nos hallamos más lejos el otro extremo y las consecuencias son cada vez peores, porque se amplía el radio de giro de los problemas, que continúan sin resolverse.

IV. Las “deudas de valor”

Luego del fenómeno del Rodrigazo, dadas las injusticias e inequidades que la aplicación del principio nominalista había producido en una situación para la que no estaba pensado, los tribunales nacionales procuraron en los años posteriores a 1975 solucionar los conflictos que surgieron entre particulares a través de una solución ingeniosa, pero normativamente precaria: la invención de la doctrina de las “deudas de valor”. Durante 1976 y 1977 los jueces argentinos debatieron con ahínco si permanecer atados al nominalismo o adoptar alguna solución a él, hasta que alumbró esta categoría, a partir de fallos luminosos como “Mas c/ Nolly” y “La Amistad c/ Iriarte”.

Las deudas de valor son aquellas en las que el dinero aparece en el objeto del pago, porque la prestación puede consistir en dar otra cosa, en un hacer o en un hecho negativo. Al extinguirse el vínculo se recibe una suma determinada en ese momento, representativa del valor de la prestación debida por el deudor. El problema se concentra en el quantum, cuya determinación habrá que realizar para poder cumplir.

En palabras de Llambías, la deuda de valor “se refiere a un valor abstracto, constituido por bienes, que luego habrá que medir en dinero: sin duda, el deudor solventará la deuda entregando dinero, que es el común denominador de todos los bienes. Pero como él no era un deudor de dinero, sino del valor correspondiente a los bienes en cuestión, hasta tanto no sobrevenga el acuerdo de las partes, o la sentencia judicial, que liquide la deuda y determine cuál es la cantidad de dinero que deberá aquél satisfacer al acreedor, su obligación será una deuda de valor, que sólo pasará a ser una deuda de dinero luego de practicada esa determinación”[7].

En nuestro derecho, esta categoría surgió y se desarrolló para evitar que ciertas prestaciones pudieran estar afectadas por la inflación, de manera de preservar su naturaleza, al dejarlas al margen del flagelo inflacionario.

El problema fue que desde 1976 crecientemente la jurisprudencia fue incluyendo dentro de las obligaciones de valor a más y más supuestos, al punto de que sobre el dictado de la Ley de Convertibilidad, 23928, las excepciones –escasas– eran las deudas de dinero, habiendo sido reconocida a numerosísimas obligaciones la categoría de deudas de valor[8].

Entonces, directamente, la categoría fue tronchada a ras del suelo por el legislador, que en el art. 7 de la ley 23.928 se aferró al principio nominalista en estado puro, estableciendo que “el deudor de una obligación de dar una suma determinada de pesos cumple su obligación dando el día de su vencimiento la cantidad nominalmente expresada. En ningún caso se admitirá actualización monetaria, indexación por precios, variación de costos o repotenciación de deudas, cualquiera fuere su causa, haya o no mora del deudor, con las salvedades previstas en la presente ley. Quedan derogadas las disposiciones legales y reglamentarias y serán inaplicables las disposiciones contractuales o convencionales que contravinieren lo aquí dispuesto”[9]. Y ya no hubo más “deudas de valor”.

Y todavía hoy más de treinta años después esa prohibición legislativa sigue aplicándose sin cuestionamientos sustanciales y solo utilizándose parches para apartarse de ella en ocasiones, como la concesión de una tasa de interés desorbitada –dos tasas de interés activas- sobre la suma debida, lo que no solo preserva su valor, sino que a veces lo incrementa y nadie sabe, hasta el momento del cálculo para el pago, a cuánto va a ascender la deuda en pesos.

Felizmente dictó a comienzos del año la CSJN un fallo sobre el particular, en el que descalificó la aplicación de las dos tasas activas de interés[10].

Dijo allí la Corte Suprema de Justicia de la Nación que “la multiplicación de una tasa de interés –en este caso, al aplicar “doble tasa activa”- a partir del 1° de agosto de 2015, resulta en una tasa que no ha sido fijada según las reglamentaciones del Banco Central, por lo que contrariamente a lo que afirma el tribunal a quo, la decisión no se ajusta a los criterios previstos por el legislador en el mencionado art. 768 del Código Civil y Comercial de la Nación” (Considerando 3º).

La Corte felizmente ha seguido nuestro criterio, expuesto desde que empezó a hacerse sentir esta tendencia judicial, allá por 2018; desde un comienzo pensamos que imponer una doble tasa activa vuelve ilíquida a la acreencia, porque no se sabe a cuánto asciende el monto de condena, que al momento de calcularlo seguramente dará un monto mucho más que la inflación sufrida por él, generando una bola de nieve.

No se justifica, menos aun cuando el CCC tiene una norma que permite a los jueces aplicar el criterio valorista, como es el art. 772 CCC. Pero claro, emplear esta norma es romper con el mito del principio nominalista de la moneda, y muchos jueces actuales no les gusta jugarse a esos extremos, sino aparecer como progresistas, pero sin tomar riesgos. Por eso, aplican esos artilugios que no soportan un análisis detenido. Felizmente la Corte ahora nos dio la razón y descalificó estos subterfugios, que indexan sin decirlo y hacen correr el peligro de una sobre indexación.

V. Corrección del nominalismo

La jurisprudencia de nuestros tribunales comenzó a borrar la distinción entre deudas de dinero y deudas de valor, ampliando gradualmente este último campo.

La inflación forzó el abandono del principio nominalista, considerado presupuesto de la estabilidad económica. Cuando la inflación conmueve las bases económicas de un país con crisis de intensidad cada vez mayor, se altera la base de las relaciones jurídicas que se insertan en una circunstancia socioeconómica. Para evitar la discordancia entre el poder cancelatorio legal y el valor que la justicia y la equidad indicaban como correcto o adecuado, se implementaron distintos remedios.

La herramienta fundamental para ello consistió en indexar las sumas dinerarias devaluadas. Este galicismo (“indexar”) describe la adecuación aritmética de multiplicar la suma adeudada por el coeficiente de envilecimiento de la moneda que había sufrido la deuda.

Indexar significa reajustar las cifras nominales para combatir la desvalorización monetaria, de manera que se respete la ecuación económica del contrato a la época de su celebración, con los valores reales ponderados al momento del pago o cumplimiento.

Si se debían 100 pesos y entre el día de constitución de la obligación y el momento del pago, la moneda había perdido un 72% de su valor, se multiplicaba la suma debida originalmente por el coeficiente de actualización que reflejara ese 72% de detrimento. Ésa era, entonces, la suma debida, que se indexaba.

VI. La desastrosa legislación vigente en materia monetaria

El derecho argentino vigente muestra una deficiencia absoluta en materia de regulación del valor de la moneda, al punto de regir en simultáneo, normas contradictorias entre sí.

No cabe otra conclusión a poco que se recuerde que el art. 766 del Código Civil y Comercial adopta como principio el nominalismo, al establecer “Obligación del deudor. El deudor debe entregar la cantidad correspondiente de la especie designada”.

Pero, el mismo Código, en el art. 772 CCC incorpora la categoría jurídica de “deuda de valor”, a la que denomina “cuantificación de un valor”, estipulando la norma que “Si la deuda consiste en cierto valor, el monto resultante debe referirse al valor real al momento que corresponda tomar en cuenta para la evaluación de la deuda. Puede ser expresada en una moneda sin curso legal que sea usada habitualmente en el tráfico. Una vez que el valor es cuantificado en dinero se aplican las disposiciones de esta Sección”.

Es decir que en el mismo parágrafo (Parágrafo 6º, “Obligaciones de dar dinero”), Sección 1ª (“Obligaciones de dar”), Capítulo 3º (“Clases de obligaciones”), Título I (“Obligaciones en general”), del Libro 3º (“Derechos personales”), que contiene a los arts. 765 a 772, el Código Civil y Comercial volvió a plasmar la  dicotomía  jurisprudencial  entre deudas de dinero y deudas de valor, sin clarificar el ámbito de aplicación de cada una, como si se hallaran en un pie de igualdad y  de elegir entre ellas se tratara.

El legislador dotó a los jueces de dos normas de sentido contrapuesto y mutuamente excluyentes entre sí, para que elijan, cual si estuvieran en una frutería, una u otra. De más está decir, que en un país como el nuestro con una magistratura cuestionada como nunca antes, esa duplicidad se ha transformado en un verdadero caos, a partir de la incertidumbre de cuál será el juez que toque en suerte a cada justiciable. Ello, pues los hay partidarios de la obligación de valor y otros férreamente nominalistas y ambos tienen normas en su apoyo a las que acudir. Tal proceder legislativo más que un signo de amplitud debe entenderse como una chapucería legislativa, como un yerro enorme del código, creador de graves incertidumbres y nada menos que en el ámbito de las obligaciones dinerarias.

La “cuantificación de un valor” del art. 772 CCC distingue en realidad las deudas de valor, de las deudas de dinero o de cantidad. La norma establece: “Si la deuda consiste en cierto valor, el monto resultante debe referirse al valor real al momento que corresponda tomar en cuenta para la evaluación de la deuda. Puede ser expresada en una moneda sin curso legal que sea usada habitualmente en el tráfico. Una vez que el valor es cuantificado en dinero se aplican las disposiciones de esta Sección”.

Ahora bien, el problema radica en que la formulación lata, amplia, de la norma permite encuadrar en la categoría de deuda de valor a casi cualquier obligación; ello no es difícil de comprender si se piensa que cualquier deudor –o casi– podría argumentar que la inflación le carcome el dinero de la acreencia a que tenía derecho y que para resguardar sus derechos patrimoniales debe reconocérsele el valor que se le adeuda y no el dinero nominal comprometido.

La deuda de valor, al igual que la deuda de dinero, es cancelable con la entrega de una suma de signos monetarios; pero su objeto debido no es el dinero sino un determinado valor, una determinada utilidad que, en definitiva, se satisface con la entrega de signos monetarios que deben satisfacer ese “valor”, que deben permitir alcanzarlo, cualquiera sea el número de unidades monetarias requeridas para ello.

Esto, porque necesariamente debe medirse ese valor en dinero, lo que puede suceder al momento del pago, o al momento de liquidar –judicial o convencionalmente– la deuda, y traducirla en una suma de dinero.

Otro problema con el nuevo Código y el régimen de las obligaciones de dar dinero, conforme están redactados los arts. 765 a 772, radica en que se adopta un principio general nominalista en el art. 766, pero luego en el art. 772 se recepta una noción tan amplia de obligación de valor que, en la práctica, parecen dos principios generales en pugna.

Como sea, la interpretación que los jueces hagan de estas normas deberá tratar de encontrar un equilibrio entre ellas, para delimitar correcta y certeramente sus respectivas esferas de aplicación. Pero, si algo conocemos la magistratura argentina, en la que hemos pasado en diversas funciones un tercio de nuestra vida, la interpretación que se haga del art. 772 CCC, más temprano que tarde, habrá de extender esa formulación al rango de cuasi principio general, reconociendo deudas de valor a múltiples obligaciones.

Ha probado la experiencia argentina de décadas de inflación y de correlativa indexación, que cuando se autoriza extendidamente la indexación ésta retroalimenta la inflación, entrando en un círculo vicioso. Claro que tampoco se puede seguir negando lo evidente y hacer de cuenta que no existe inflación estructural y crecida en Argentina, así que alguna solución de tipo valorista había que buscar.

Sin ánimo de polemizar creemos que, con la entrada en vigencia del Código Civil y Comercial en 2015, se abrió un período económicamente similar al que habilitó el caso “Vieytes de Fernández c/Provincia de Buenos Aires”, signado por la incertidumbre y la desconfianza económica, generadora de una inflación espiralada o creciente.

Fácilmente, la magistratura argentina tomará el art. 772 CCC y sobre la base del argumento de que el dinero no es un fin en sí mismo, sino un medio para adquirir bienes, toda vez que lo comprometido no refleje la deuda original de bienes que satisfacía (una casa, un automóvil, un televisor, etc.), reconozca la deuda de valor de dicha obligación.

Ese tipo de criterios refleja mucho mejor la natural predisposición de la magistratura argentina promedio, que en importantes segmentos ve la prohibición de indexar como un corsé asfixiante, del que pronto podrá liberarse, con los efectos que puede el lector imaginar, en tanto se generalicen.

VII. La obsesión por el dólar

La moneda devaluada está erosionada por la inflación debido a que carece de un respaldo económico firme, al emitirse circulante en forma exagerada, desproporcionada con la productividad de la economía en que ella circula, teniendo la consecuencia correlativa de provocar inflación, al hacer aumentar los precios. Piénsese que en la actualidad la inflación ha hecho que el billete de mayor valor que puede extraerse de un cajero automático equivale a un valor cancelatorio de un dólar. Es que los nuevos billetes de dos mil pesos no son admitidos –ni dispensados- por los cajeros, lo que deja claro que se trata de “papel pintado” y no de una verdadera moneda, propia de un Estado ordenado y moderno.

La inflación que provoca el exceso de circulante implica el peor impuesto de todos, el más regresivo, el que castiga con mayor dureza a los sectores sociales más desfavorecidos, que no tienen protección contra él, porque dependen exclusivamente de su salario –o de un plan- y no pueden trasladar a otros el impuesto inflacionario. En ese escenario hasta los más humildes buscan resguardar los pocos ahorros que puedan hacer en una moneda que no se devalúe –o que se devalúe menos que la nacional-; en nuestro país esa moneda es el dólar estadounidense. El de “cara grande”, para ser más precisos aún.

Los argentinos están obsesionados por el valor de la divisa estadounidense, siendo su cotización objeto de máximo interés de periodistas, informativos, medios de prensa, que no hacen más que reflejar el objeto de deseo de sus destinatarios. Cuando el dólar sube abruptamente, los títulos de los noticieros adoptan el estilo catástrofe, con avisos tales como “el dólar vuela” o “el peso cae en picada”.

Los gobiernos argentinos también han estado obsesionados con el dólar, pero con el objetivo de estabilizar su valor, echando mano a cuanto artilugio pueda pensarse; y se han despilfarrado miles de millones de dólares en esa “lucha”, perdida de antemano. Lamentablemente, nadie ha encontrado la verdadera solución al problema de la fluctuación -y sobre todo del incremento- del valor del dólar.

Es más, los sucesivos cepos que se han puesto a la compra de divisas por parte de los particulares y empresas no han hecho más que agravar el problema. Es simple: cuando más se prohíbe un determinado acto o conducta, con mayor ahínco se busca realizarla, más en un país como el nuestro en el que media economía, al menos, es informal y se basa en dinero circulante sin registro alguno. Y en el que el cumplimiento de la ley no es precisamente una virtud social constatable. Basta leer el célebre y agudo libro de Carlos S. Nino (“Un país al margen de la ley”), para comprobarlo.

VIII. Una solución plausible al problema

Resumiendo todo lo visto hasta aquí, ya se han probado muchas recetas: restringir, impedir o prohibir la compra de dólares, clausurar “cuevas”, establecer cepos de todo tipo, liberar su compra y venta, pero a un precio establecido (la tablita de Martínez de Hoz y la convertibilidad de Menem), aburrir a la gente con apelaciones al patriotismo, penalizaciones diversas, etc.

Y ahora, en los últimos tramos de una campaña presidencial, hay quienes proponen la dolarización de nuestra economía, es decir, ir más allá de la convertibilidad, para adoptar el dólar como moneda, como han hecho otros países como Panamá, Ecuador o El Salvador (en este caso, a la par del bitcoin).

Pensamos que la dolarización no es posible, lisa y llanamente, en este momento en nuestro país. En nuestra economía no hay dólares      suficientes para restringir a esa moneda el movimiento de la economía.

Corrijo: los habría, si la confianza ciudadana sacara del colchón o de las cajas fuertes de los bancos los dólares que la clase media y alta han logrado preservar de las tentativas de sucesivos poderes ejecutivos de apropiárselos.

Pero eso no va a suceder. Como dijo un gran presidente norteamericano: la confianza de los electores está destinada a los candidatos, los presidentes en funciones deben ganársela con hechos.

Y, vistas las penurias, dolores y humillaciones que nuestros sucesivos gobernantes, por impericia, falta de capacidad, o simple crueldad en algún caso extremo, nos han ocasionado, desde que cada uno de nosotros tiene uso de razón, va a ser difícil que se vuelva a confiar en alguien; y, menos aún, que se lo haga rápidamente. Y es mucho menos probable que la ciudadanía otorgue cheques en blanco. A ningún político ni dirigente.

Como postuló una vez Ronald Reagan, “confía, pero verifica”. Esa parece ser la tónica social, en el mejor de los supuestos, en estos días.

Como dice el Evangelio de Juan: dichosos aquellos que creen sin haber visto (Juan, 20: 29). El caso es que en los mercados no muchos son creyentes y los que sí lo son, no creen precisamente en los políticos ni en los conductores de la economía que éstos designan; a lo sumo creen en una Tasa Interna de Retorno (TIR) lo suficientemente interesante, pero no tanto como para desconfiar de una estafa piramidal o de la inminencia de una corrida cambiaria o bancaria.

Lo cual nos vuelve al principio: ¿en las circunstancias actuales, como solucionar el problema de la inflación y su necesaria derivación, la obsesión por el dólar americano?

Creemos que no es tan imposible o complejo como se cree, pero hay que adoptar medidas concretas, bien pensadas y técnicamente solventes, urgentemente. Y, sobra decir, sin la precariedad jurídica que evidencian las leyes nacionales dictadas en las últimas décadas.

El último presidente que confió su asesoramiento jurídico a un staff de abogados y juristas solventes fue Carlos Menem. Desde entonces ha habido varios supuestos de chapucería jurídica en la conducción del Estado: es más, a algunos que han ostentado altísimas posiciones de asesoramiento o han sido subsecretarios o incluso ministros, a la vista estaba que el desalojo de un quiosco les quedaba grande.

Y puede mencionarse un supuesto en que la Secretaría Legal y Técnica de la Provincia de Buenos Aires le fue otorgada a una Contadora Pública. Y también ha habido Defensores del Pueblo que no son abogados… Una ocurrencia: ¿un sujeto que no puede defenderse él solo, porque para eso requiere un abogado patrocinante, a quien puede defender? Son símbolos ambos de desprecio por el derecho.

Y, es sabido, que el Derecho, antes o después, cobra caro a los políticos o dirigentes que lo menosprecian. Las desventuras que sufren en tribunales muchos que dejan el poder, luego de haberlo ejercido sin límites ni recato, lo prueba ampliamente.

Y, además, hay que asumir sin lamentaciones ciertos hechos incontrastables. Lo primero es que no se puede seguir viviendo de prestado, ni sosteniendo un sistema clientelar, basado fundamentalmente en la corrupción de dirigentes sociales, que extorsionan a quienes otorgan esos planes y mueven por calles y rutas ejércitos de desesperados que luego llevan a votar a demagogos.

Tampoco puede permitirse que siga hacia adelante el esquema de corrupción descubierto en la Legislatura bonaerense, en el marco del ya célebre “Chocalate-gate”, investigación clausurada por una decisión escandalosa de la Cámara de Apelaciones platense, que consideró que se había violado la intimidad de un sujeto que extraía grandes sumas de dinero de un cajero con diversas tarjetas de débito, que no eran suyas… Intimidad en una cajero automático, por operaciones realizadas a la vista de todos y que son filmadas por cámaras del banco… Una ocurrencia.

No puede permitirse que tal esquema corrupto no se investigue ni persista en vigor. Más allá de ello, es claro que no se puede prescindir de un día para el otro del sistema de ayuda social, tan trabajosamente moldeado por el populismo; pero el mismo debe ser expurgado de inmediato de las irregularidades evidentes que porta.

Y él debe ser percibido como transitorio, un camino hacia el empleo, en vez de la última estación de millones de sujetos que se han acostumbrado a vivir sin trabajar o, peor aún, que tienen trabajo en negro y cobran el subsidio. Hoy en nuestro país es común ver avisos en que se busca empleado para tal o cual trabajo y no se los consigue, porque muchos viven muy cómodos con los planes sociales.

Ochocientos mil venezolanos o más que vinieron a nuestro país consiguieron trabajo prontamente; ¿cómo puede ser que millones de argentinos cobren un plan durante años no estando impedidos de trabajar, pretextando que no consiguen empleo?

Hay excesos brutales en ese esquema clientelar: hasta extranjeros que viven en sus países cobraban planes sociales argentinos, a condición de que vengan recurrentemente a votar al dirigente que les dio el plan (miles de paraguayos y bolivianos fueron constatados inmersos en esta distorsión clientelar).

Lo siguiente es asumir que un país no puede vivir en un plano de irrealidad, voluntarismo y declamaciones durante mucho tiempo. Porque, a la larga, los costos de los problemas insolubles son mucho peores. Los episodios de conmoción social que han vivido recientemente países vecinos (Chile y Brasil) y otros como Perú, Colombia y Ecuador, demuestran que las viejas recetas y el sistema político tradicional y su bipartidismo consustancial, con su liturgia gastada, ya no es aceptado, porque no funciona.

Para declamar está el teatro y la gente se ha cansado de escuchar excusas y acusaciones cruzadas. La población quiere soluciones, no excusas, ni mucho menos promesas vanas e imprecisas.

Cuando las sociedades se hartan de declamadores, corruptos, incapaces, irresolutos, suelen aparecer otro tipo de dirigentes, que adoptan medidas muy duras, que si les salen bien convocan a multitudes en derredor suyo.

En este punto puede ser interesante recordar una clarividente frase de Ernest Hemingway, que invita a reflexionar: “La primera panacea para una Nación mal administrada es la inflación; la segunda es la guerra. Ambas traen prosperidad temporal; ambas provocan ruina permanente… una y otra son el refugio de oportunistas políticos y económicos”.

La inflación diluye o maquilla las malas administraciones económicas, distorsiona los precios relativos, impide el ahorro y sus efectos positivos, vuelve ficticios a los presupuestos estatales e impracticable a toda planificación a largo plazo, sea privada o pública.

La inflación es un flagelo que pega más duro cuanto más precaria es la situación económica de la persona, que se transforman en rehenes de un régimen. Ello muestra que, en definitiva, la mejor política social a llevarse a cabo es la que se enfoca en el control de la inflación y en su reducción sostenida y verdadera, como modo de proteger a quienes menos tienen, de los efectos deletéreos de la desvalorización de sus magros ingresos.

La solución que nunca se ha probado, el ejercicio pleno de la libertad.

La libertad del valor de la moneda. La libre circulación del dólar americano –y de otras divisas- al precio que el mercado fije. Si prohibir su compra ha agravado el problema, debe dictarse una ley que permita su circulación y desregule el valor de la moneda nacional.

Ese mecanismo debe prohibirle al Banco Central vender dólares y divisas, a la par de permitir la libre compraventa de esas divisas entre particulares, sin restricciones. Ese sería una especie de puente hacia la dolarización.

Si no tenemos los dólares suficientes para movilizar nuestra economía solo con los que están en circulación, pues que convivan libremente con el peso y otras divisas, como el guaraní, el real o el sol, que en conjunto constituyan el motor de la economía nacional. Esto se lograría, bajando a la par, la obsesión por el dólar, lo que ocurriría al no restringir su circulación, liberando su compra y venta, no solo en los bancos, sino entre particulares.

El dólar es un bien más, el más apetecido por los argentinos. ¿Cuál es el objeto de prohibir su venta o limitarla? La punición del deseo de los argentinos por el dólar no ha funcionado nunca. ¿Y si probamos con la libertad?

Claro que, para que esto sea posible, el Estado debe bajar drásticamente sus gastos, prescindir de gastos improductivos: una empresa estatal no puede seguir perdiendo mil millones de dólares o más al año (Aerolíneas Argentinas) y se deben cortar las “cajas de la política”, como la descubierta en el “Chocolate Gate”, lo que ahorraría miles de millones de pesos de los presupuestos oficiales.

Una conducción económica técnicamente solvente; una presidencia con ideas claras y una orientación concreta y bien definida; un Poder Ejecutivo y Legislativo que goce de un asesoramiento jurídico solvente, en vez del conformismo de aprendices de brujo o incondicionales sin formación técnica, que suele arropar a los políticos y permitirles todo género de errores y tropelías; y un dólar libremente intercambiable entre privados, nos mostrarían, sin duda, un país muy distinto al que hoy vemos.

Posiblemente, en un comienzo, estos cambios produzcan inquietudes y ardores; pero, la libertad es el mejor camino para solucionar los problemas que crea la realidad. El dirigismo estatal, cuanto más intenso, más nichos de corrupción crea.

Una vez Ghandi dijo que no había un camino hacia la paz, sino que la paz era el camino. Lo mismo puede decirse de la libertad: no hay un camino hacia la libertad; la libertad es el camino. El problema es que muchos de nuestros dirigentes no quieren un pueblo libre; sencillamente porque un pueblo así no los votaría a ellos.

El populismo quiere tanto a los pobres, que los multiplica y los mantiene a designio en esa condición, porque ese sistema clientelar asegura ya no el feudalismo, sino algo peor, el caudillaje.

Claro que probar con la libertad de decisión, seguramente generará en un comienzo excesos y abusos, que el Poder Judicial –y no el Ejecutivo- deberán investigar y penar; no sostenemos la utopía de una libertad absoluta, sino las bondades de una libertad responsable.

Tenemos ya redactado un proyecto de ley sobre algunas de las bases y conceptos que hemos vertido hasta aquí y que adecuamos a lo aprendido durante nuestro paso por el Ministerio de Hacienda y Obras Públicas de la Provincia del Neuquén, la única Provincia argentina que no dejó de crecer durante la crisis de 2001/2003 y una de las poquísimas que no emitió cuasi monedas para pagar sueldos y otras obligaciones.

Ese proyecto estará a disposición del próximo Presidente, que asumirá a fines de 2023. Hoy no vale la pena, porque sería estropear la idea, en un marco desolador, donde la esperanza ha sido reemplazada por el hartazgo y la ansiedad.

Una idea inoportunamente aplicada lleva inexorablemente al fracaso; como muestra de ello puede mencionarse a la flexibilización de la convertibilidad que se intentó en el año 2001. Ya era tarde: el choque con la realidad era inexorable. Esperemos que esta vez pueda evitarse.

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[1] Ver López Mesa, Marcelo, “El descontrol monetario argentino (La alta inflación, y la obsesión por el dólar y una posible solución a esos problemas)”, publicado en Revista Iustitia, IJ editores, Numero 15 –    Abril 2023,   cita:    IJ-MVCLXXIV-331 y en https://ar.ijeditores.com/pop.php?option=articulo&Hash=39cde8da16e37fbde26c03c5a5323265

[2] En 1890 la crisis obedeció a causas internas, el pésimo manejo financiero del gobierno del Presidente Juárez Celman, ocupándose quien asumió en su lugar, el vicepresidente Carlos Pellegrini, de arreglar los problemas existentes, poniendo al país en un par de años otra vez en una senda de crecimiento sostenido. En cambio, en 1929, la crisis fue de etiología mixta: en buena parte foránea, por contagio de la fenomenal crisis surgida del “martes negro” de Wall Street en 1929; pero a ello se sumó el mal gobierno de Hipólito Yrigoyen, un populista de cabo a rabo, que no supo mantener los logros del brillante gobierno del Presidente Marcelo Torcuato de Alvear, uno de los mejores presidentes argentinos de toda nuestra historia.

[3] El contraste con Brasil es claro en este aspecto: ellos mandaron un Cuerpo Expedicionario y un par de buques, nunca pelearon en batallas importantes de la guerra ni tuvieron muertos y heridos en abundancia; combatieron en el sur de Italia y como un ejército auxiliar, pero se pusieron del lado de los vencedores y, desde esa época, nos alcanzaron y luego superaron en todos los ámbitos, contando con apoyo externo, una burguesía nacional con identidad clara y burocracias profesionales formadas, tanto en Itamaraty como en el Planalto. Salvo Dilma Roussef y Fernando Collor de Mello, casos extremos, esas burocracias bien formadas, han permitido a todos los presidentes brasileños ser relativamente exitosos, aun no teniendo mucha visión o ideologías dudosas.

[4] COLMO, Alfredo, De las obligaciones en general, Editorial Kraft, Buenos Aires, 1944.

[5] El último presidente argentino cuya inteligencia estaba claramente por encima de la media del resto de la dirigencia fue el Presidente Arturo Frondizi; pero el marco de debilidad política en que asumió frustró la concreción de algunas de sus buenas ideas.

[6] Así llamado por ser una medida salvajemente irregular, tomada por un ministro llamado Celestino Rodrigo, un verdadero desconocido hasta entonces nombrado justamente para tomar esa medida tan impopular, que otros economistas más preparados y reconocidos no aceptaban suscribir.

[7] LLAMBÍAS, Jorge J., Tratado de Derecho Civil. Obligaciones, t. II-A, n° 886.

[8] Véase TRIGO REPRESAS, Félix A., “Deudas de dinero y deudas de valor. Significado actual de la distinción”, en Revista de Derecho Privado y Comunitario, t. 2001-2, pp. 25 y ss.

[9] Texto según ley 25.561, B.O. 7/1/02.

[10] CSJN, 07/03/2023, dictado en autos GARCÍA, JAVIER OMAR Y OTRO c/ UGOFE S.A. Y OTROS s/ DAÑOS Y PERJUICIOS, CIV 051158/2007/1/RH001.

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